Jack Lemmon
(Boston, 1925 - Los Ángeles, 2001)
Actor de cine
estadounidense, uno de los grandes talentos de la historia del cine y
uno de los más queridos por el público, recordado especialmente por
papeles cómicos en películas como El apartamento o Con faldas y a lo loco, pese a que también destacó en el género dramático.
Jack Lemmon
John
Uhler Lemmon III, después conocido como Jack Lemmon, nació el 8 de
febrero de 1925 en Boston, Massachusetts. Todas sus biografías añaden
que «prematuramente», dado que su madre, Mildred LaRue Noël, se dirigía
al hospital Newton-Wellesley para un nuevo control de rutina de su
embarazo de siete meses, y no le dio tiempo de llegar a la consulta: dio
a luz en el ascensor. Hoy el artefacto exhibe una placa que reza: «Aquí
nació Jack Lemmon».
Los Lemmon tenían un muy buen
pasar. Hijo del presidente de la Doughnut Corporation, la fábrica de
Donuts, Jack se educó en la escuela de Rivers County, en Chestnut Hill,
donde, pese a una salud delicada en la infancia (tuvo que someterse a
varias operaciones de amigdalitis y mastoiditis), destacó como un buen
deportista. Así, hacia los trece o catorce años ostentó el récord de las
dos millas de Nueva Inglaterra.
Continuó su
formación en la Academia Phillips (en 1945 ingresó en la marina
estadounidense, de la que llegó a ser oficial de comunicaciones) y en la
Universidad de Harvard, donde se licenció en arte dramático en 1947,
después de haber formado parte del Club de Teatro de la institución.
A Hollywood, vía Nueva York
Con
un préstamo de su padre, Lemmon se fue a Nueva York y comenzó a ganarse
la vida en el Old Nick Saloon, un local de la Segunda Avenida donde
acompañaba al piano la proyección de películas mudas -cuando no cantaba o
bailaba-, antes de trabajar como actor en la radio y, casi enseguida,
en la televisión.
Entre 1948 y 1952 participó en
casi todos los shows televisivos de la época (Robert Montgomery
Presents, Danger, The Goodyear TV, Playhouse, Kraft Television Theater,
Studio One, Suspense, The Frances Langford-Don Ameche Show) e intervino
en más de quinientos episodios de comedias en serie que se emitían en
directo (That wonderful guy, 1949; Toni Twin time, 1950; The Ad-libbers,
1951; Heaven for Betsy, 1952). En una de ellas formó pareja con la
actriz Cynthia Stone, con quien se casó en 1950 y cuatro años después
tuvieron a su primer hijo, Christopher.
Cuando
llevaba poco más de un año en los escenarios de Broadway, Harry Cohn, el
«zar» de la Columbia Pictures, lo llamó a los estudios de Hollywood y
le extendió su primer contrato cinematográfico. Le sugirió que cambiara
las emes de su apellido, que remitían al cítrico, por enes (lo que daba
lugar a «Lennon»). Sin embargo, el actor fue firme en su negativa. En
cambio, estuvo de acuerdo en llamarse Jack en lugar de John. (La
anécdota cobra mayor sentido hoy, porque de haber sucedido lo opuesto,
habría habido un primer John Lennon famoso anterior al integrante de los
Beatles.)
Esta entereza despertó la admiración de Cohn, quien unos días después le daba un papel junto a Judy Holliday en La rubia fenómeno
(1954), de George Cukor. No podía haber tenido un mejor comienzo. La
primera vez que se puso ante la cámara y dijo sus frases del modo que
mejor sabía, el que aprendió en las tablas, Cukor exclamó: «Ha estado
magnífico, señor Lemmon; repetiremos la toma y ahora trate de actuar un
poco menos». Al cabo de una docena de repeticiones y otras tantas
idénticas recomendaciones del director, Lemmon se enfadó: «Como siga
así, acabaré por no actuar». Y Cukor, con una sonrisa, le respondió:
«Pues de eso se trata, señor Lemmon... Veo que nos vamos entendiendo».
El actor debió de grabarse a fuego esa lección magistral, porque a
partir de entonces supo refrenar esa propensión al histrionismo sin
quitar un ápice de su exuberante gestualidad, pero sin dar jamás la
impresión de estar actuando.
Un actor polifacético
Así
lo entendió la Academia de Hollywood, que le otorgó el Oscar al mejor
actor de reparto por su primer papel importante, el del alférez en Escala en Hawai
(1955), una pieza teatral de Joshua Logan que llevó a la pantalla John
Ford y acabó de dirigir Mervyn LeRoy. La popularidad que le dio el
premio lo convirtió en un actor imprescindible para las comedias de la
época.
Uno de sus más finos realizadores, Richard
Quine, contó con él para seis de sus películas. Y el célebre Billy
Wilder -del que protagonizó siete obras brillantes a lo largo de
veintidós años- escarbó más en el personaje y, detrás de ese don
innegable, esa mímica y esos característicos tics, encontró al alter ego
del estadounidense medio y del hombre común de cualquier gran ciudad,
hasta el punto de que los estudios lo promocionaron, por entonces, con
el eslogan: «El tipo que les va a caer bien»... Desde luego, no se
equivocaban.
Con Billy Wilder en el rodaje de El apartamento (1960)
Wilder utilizó las dos vertientes en las dos primeras películas en que lo dirigió, las inolvidables Con faldas y a lo loco (1959), junto a Marilyn Monroe y Tony Curtis, y El apartamento
(1960), junto a Shirley MacLaine, y ambas llevaron al actor a sendas
candidaturas al Oscar. Pero Lemmon escondía aún otras sorpresas, y las
puso al descubierto Blake Edwards al darle el primer papel realmente
dramático de su carrera en Días de vino y rosas (1962), que le
valió una nueva nominación. Más tarde, Wilder iba a revelar nuevas
facetas del intérprete, de nuevo junto a Shirley MacLaine, en Irma la dulce (1966), un musical en clave de vodevil que constituyó uno de los grandes éxitos de la época.
Antes,
hacia 1956, cuando las mieles de Hollywood empezaron a endulzar su
trayectoria, su vida familiar comenzó a tambalearse y muy pronto se
resolvió en divorcio. En agosto de 1962, ya consagrado para siempre como
uno de los intérpretes más dotados del cine, volvió a contraer
matrimonio con otra actriz, la delicada y poco prodigada Felicia Farr,
madre de sus hijos Courtney y Denise y fiel compañera durante los cerca
de cuarenta años de vida que le quedaban al actor. Así es que todavía
había mucho por hacer. Entre otras cosas, conocer a su «extraña pareja»,
Walter Matthau, y formar uno de los grandes binomios cómicos de la
historia del cine.
Fue Lemmon quien lo impuso a Wilder. Acababa de ver a Matthau en Broadway en una comedia de Neil Simon, La extraña pareja,
que protagonizaba con Art Carney y que estaba dirigida por Mike Nichols
(más tarde sería uno de los éxitos del tándem Lemmon-Matthau en la
versión cinematográfica de Gene Saks). Para Lemmon no había nadie mejor
para ese papel, que el veterano realizador pensaba destinar a Frank
Sinatra.
Con Walter Matthau en Primera Plana (1969)
Wilder accedió a regañadientes; luego el éxito del filme le llevó a reunirlos en otras dos películas: el segundo remake de Primera plana (1969) y la producción con la que decidió cerrar su fecunda filmografía, Aquí un amigo (1981). Sin embargo, los actores llegaron a protagonizar juntos otros cinco títulos más. El último fue La extraña pareja, otra vez
(1998), que dirigió Howard Deutch. Sin la batuta de Wilder, no
importaba demasiado el director: allí estaban ellos, dos setentones más
ágiles y vivos que nunca, en un nuevo intento de revitalizar esa
experiencia conjunta que en la vida real los llegó a convertir en
grandes amigos.
Matthau adoraba a Lemmon y le estaba
infinitamente agradecido. Era el responsable de su tardío triunfo
cinematográfico, algo que entonces ya no esperaba. Y fue también el
actor que aquél eligió -además de a su propia esposa, Felicia Farr- para
su debut como realizador: Kotch (1971), un papel que le valió la
primera candidatura al Oscar como protagonista. Walter Matthau murió
justo un año antes que Lemmon, el 1 de julio de 2000. Billy Wilder, en
plena lucidez a sus noventa y cinco años, pudo asistir a ambos
entierros.
Múltiples galardones
Lemmon
fue uno de los tres únicos actores nominados al Oscar en ocho
ocasiones. Lo obtuvo en dos, la segunda como protagonista por Salvad al tigre
(1973), de John G. Avildsen. También fue el único estadounidense que
ganó dos veces casi consecutivas la Palma de Oro en Cannes con dos
papeles dramáticos, los de El síndrome de China (1979), de James Bridges, y Desaparecido (Missing, 1981), de Constantin Costa Gavras, y Venecia lo premió por Glengarry Glen Ross (1992). Fue, asimismo, varias veces reconocido con los premios Emmy televisivos -el último, un año antes de su muerte, por Los martes con Morrie (1999)- y contaba en su haber con cuatro Globos de Oro.
Pero
acaso el quinto, que no obtuvo en la ceremonia de entrega de 1998, sea
más digno de mención: Lemmon era candidato por el remake de Doce hombres sin piedad
(1997), de William Friedkin. El ganador fue el actor Ving Rhames, pero
cuando éste fue a recoger el galardón, inesperadamente para el público,
que se puso en pie para ovacionar su decisión, ofreció su trofeo a
Lemmon con estas palabras: «Los jueces se han equivocado. Siendo usted
candidato, todos los premios deben ser suyos. No hay nadie digno de
competir con usted, maestro».
Billy Wilder, que un día declaró emocionado que trabajar
con Jack Lemmon era la felicidad, decía: «Cuando cualquier actor entra
en una habitación, no tienes nada, y cuando el que entra es Jack,
inmediatamente tienes una situación: es casi inexplicable lo que es
capaz de provocar él solo, con su veloz verborrea y sus rápidos
movimientos». Probablemente recordaba En bandeja de plata (1966),
en la que sólo el ingenio de un actor como él podía dotar de constante
dinamismo a un personaje que permanece casi toda la película en una
silla de ruedas. O quizá Wilder pensaba en cualquier otra comedia o en
el drama más desolado, lo mismo da.
El talento
superdotado de Lemmon valía para todo. Él definía la sensación que
experimentaba cuando se iniciaba una toma y pasaba horas delante de una
cámara como un tiempo mágico. Lo era porque la intensidad con que lo
vivía y la pasión que ponía al entregarse al personaje no se podían
medir con un reloj. Sin embargo, la verdadera magia era la suya, porque
seguramente gracias a esa entrega y esa pasión lograba parecer siempre
un ser humano. Un tipo creíble, casi palpable. No un personaje, sino una
persona de carne y hueso.
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jueves, 7 de junio de 2012
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